
Aprender a pararse, a ponerse freno.
En medio de una carrera por llegar a “no sé dónde”. Por alcanzar e ir al ritmo de los demás, por no quedarse atrás.
Aprender a pararse, a ponerse freno.
Para tomar distancia del resto aún en medio de la multitud.
Para reconectar así con uno/a mismo/a. Cerrar los ojos. Hacernos conscientes del peso de nuestra propia existencia.
Silenciar el ruido de fuera y agudizar el oído. Permanecer a la espera. Pacientes, tranquilos/as. Abiertos/as a la escucha de la voz que emana desde el fondo de nuestro ser. Centrarnos en ella. Aumentar su volumen.
Respirar al compás de sus palabras.
De forma pausada, con profundidad.
Impregnarnos de su energía, de su luz, de su vitalidad.
Y volver a abrir los ojos. Retomar el camino. Con serenidad. Con confianza. Conectados/as a nosotros/as mismos/as. Guiados por nuestra voz interior.
Para aprender a ir a nuestro ritmo. Para no perdernos en los demás.
Atrevernos a poner el freno cuando lo necesitamos. Apostar por nuestros sueños. Aventurarnos a equivocarnos o a cambiar de rumbo. Arriesgarnos a no gustarle a todo el mundo. Cogiendo nuestro miedo de la mano. Hacer de él un compañero de viaje. Aceptar nuestros límites. Amarnos en todo lo que somos.
Disfrutar así del paisaje. Uniéndonos a quienes nos vayamos encontrando en el camino.
Aprender a pararse. Para volver a aprender a caminar. Juntos/as y, sobre todo, con nosotros/as mismos/as.
Cuanto más nos escuchamos, más nos conocemos. Cuanto más nos conocemos, más libres somos de ser como deseamos. Decidir desde nuestra libertad de ser qué camino tomar y a qué ritmo ir nos hace crecer.
¿Y qué mejor regalo hacerles a nuestros hijos que el de ser el reflejo de para ayudarles a crecer en autonomía y amor propio. Porque, de esta manera, todo fluye, con naturalidad, sin forzar, sin imponer.
Transmitiendo habilidades para una vida sana. Creciendo juntos. Creciendo juntas.